agosto 06, 2010

Pantheon | Roma | julio | 2010

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Cada vez más, todas las deidades se me aparecían como misteriosamente fundidas en un Todo, emanaciones infinitamente variadas, manifestaciones iguales de una misma fuerza; sus contradicciones no eran otra cosa que una modalidad de su acuerdo. Me obsesionaba la idea de construir un tempo a todos los dioses, un Panteón. Había elegido el emplazamiento sobre los restos de antiguos baños públicos ofrecidos al pueblo romano por Agripa, el yerno de Augusto. Del viejo edificio no quedaba más que un pórtico y la placa de mármol conteniendo una dedicatoria al pueblo de Roma : esta última fue cuidadosamente reinstalada en el frontón del nuevo templo. Poco me importaba que mi nombre no figurara en esta obra, que era mi pensamiento. En cambio me agradaba que una inscripción, de más de un siglo de antigüedad, la asociara con los comienzos del imperio, con el pacífico reinado de Augusto. Aún allí donde innovaba quería sentirme ante todo un continuador.

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La fecha elegida para la fiesta era el aniversario del nacimiento de Roma, el octavo día siguiente a los idus de abril del año ochocientos ochenta y dos de la fundación de la ciudad. Jamás la primavera romana había sido más dulce, más violenta, más azul. El mismo día, con una solemnidad más recogida y como en una sordina, tuvo lugar en el interior del Panteón una ceremonia consagratoria. Había yo corregido personalmente los planes excesivamente tímidos del arquitecto Apolodoro. Utilizando las artes griegas como simple ornamentación, lujo agregado, me había remontado para la estructura misma del edificio a los tiempos primitivos y fabulosos de Roma, a los templos circulares de la antigua Etruria. Había querido que el santuario de Todos los Dioses reprodujera la forma del globo terrestre y de la esfera estelar, del globo donde se concentran las simientes del fuego eterno, de las esfera hueca que todo lo contiene. Era también la forma de aquellas chozas ancestrales de donde el humo de los más arcaicos hogares humanos se escapaba por un orificio practicado en el alto. La cúpula, construida con una lava dura y liviana que parecía participar todavía del movimiento ascendente de las llamas, comunicaba con el cielo por un gran agujero alternativamente negro y azul. El templo, abierto y secreto, estaba concebido como un cuadrante solar. Las horas girarían en el centro del pavimento cuidadosamente pulido por artesanos griegos; el disco del día reposaría allí como un escudo de oro; la lluvia depositaría un charco puro; la plegaria escaparía como una humareda hacia ese vacío donde situamos a los dioses. La fiesta fue para mí una de esas horas a las que todo converge. De pie en el fonde de aquel pozo de claridad, tenía a mi lado a los integrantes de mi principado, los materiales que componían mi destino de hombre maduro, edificado más que a medias.

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Memorias de Adriano (1974) / Marguerite Yourcenar, traducción de Julio Cortázar.

enero 29, 2009

Frío de Madrid

Radiante frío de diamante: enero
de Madrid! Nace el día, esmerilado,
mate, lechoso, como algodonado,
bajo un frío de noche, bajo cero.

A trasquila de sol, queda el cordero,
glacial y matinal, desvellonado.
Y el mediodía, limpio y bien tallado
en facetas de luz, como de acero.

... Tendréis ahora el frío que yo quiero
-lúcido frío de Madrid-, helado
y transparente soplo de nevero,

de cumbre; Guadarrama derramado
en ese sol, tan solo, que yo esperio
ardiendo a pleno sol y desolado!...

Añoranza, Juan José Domenchina (1898-1959).